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Blog de escritura de Estefanía Muñiz
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ABRIL

Para Camino Alonso. Mi otra hija.
Basado en un hecho real.

ABRIL

La abuela Josefina tenía una casa cerca del mar donde nos reuníamos casi todos los veranos. Era un rincón soleado y luminoso, cuajado de una vegetación sureña que por la noche olía a jazmín y a nardos perfumando toda la calle.
Había algo colonial y alegre en su estructura, en la forma de vivir que se establecía desde que nos instalábamos. Comíamos alrededor de una mesa larguísima y después de cafés eternos nos desperdigábamos en siestas o juegos. Por la mañana íbamos amaneciendo a cuentagotas, algunos con resacas de reseñar, y nos deslizábamos entre la prensa y el zumo escudriñando quién habría hecho qué la noche anterior.
El abuelo Octavio compró en un centro comercial aquel aparatito que no le gustó a nadie. Lo denominaron “invento burgués” y “horterada de nueva generación”.
Era un llamador a pilas para reclamar a la chica cuando faltaba algo en la mesa. A la abuela Josefina, sin embargo, encantó.
Nos reímos mucho a costa del llamador. A mi me gustaba sentarme al lado de la abuela, a escuchar las innumerables historias, que siempre tenía, porque ella sí que sabía hilar bien los acontecimientos. Recordaba los nombres de bisabuelos, tatarabuelos y esposas de éstos. Los amoríos de cada uno de ellos y las rencillas secretas que habían marcado a la familia. Además, el papel de las mujeres era siempre importantísimo en sus cuentos, ya que para empezar, ellas eran las encargadas de transmitirlos como ella misma estaba haciendo.
También me gustaba jugar con su llamador. Tengo grabado en la memoria su timbre suave y rítmico, aunque también me trae recuerdos tristes de cuando cayó gravemente enferma, para nunca más levantarse, y su voz se fue apagando hasta que solo podía accionar ese llamador para pedir algo.
Cuando de adolescente, me despegué de todos menos de mis propios intereses, siempre guardé sus palabras, las palabras de la abuela Josefina, como suele pasar con las semillas que calan hondo. Por eso las escribí. Publiqué algunos poemas y unos pocos cuentos, la mayoría una recopilación de la memoria colectiva familiar.
Pasaron los años y la casa dejó de ser lo que era. La abuela Josefina y el abuelo Octavio murieron. Los nietos, ya casados, con mejor y peor ventura, nos turnábamos los viajes al Sur pero aquel rincón no volvió a ser lo que era.
Así pues, un mes de Febrero, frío y desapacible, me encontré conduciendo hacia allí para ir revisando la venta de la que había sido la casa de nuestros veranos.
Hacía meses que no volvía.
Abrí una a una las grandes contraventanas de madera. Las habitaciones olían como siempre, a barro, a salitre y a libros. Una casa sin libros nunca será un hogar, eso decía mi padre, y así crecimos mis hermanos y yo. Siempre con libros. No se puede estar triste si tienes un libro, una canción y alguien que te abrace. Luego no podían quejarse de que nos convirtiésemos en utopistas.
Abrí la nevera. Una botella de champagne, chocolate puro. Eso son cosas de mi madre, seguro. Podría sobrevivir.
Mi habitación estaba intacta, incluso en el armario, después de tanto, permanecían libros que dejé y que la asistenta no retira o cambia de sitio. Unos camisones, pulseras de fiestas varias y quién sabe qué más reliquias. Mucha información, no obstante, para los invitados que han estado después. Debería haber hecho una limpieza de cosas personales. Siempre he sido muy descuidada. En el baño el panorama es igual. Algunos esmaltes, pinzas del pelo con flores, una foto en la que mis amigas y yo llevamos pelucas rosas y estamos a punto de caernos a la piscina. No sé cómo me las he arreglado para no cambiar. Pensé. Sigo siendo una niña de cuarenta años con dos hijos.
Estaba mareada del viaje y decidí salir a dar una vuelta. El paseo marítimo serpenteaba hasta el pueblo y el viento rugía, templado, erizando la superficie del mar. Respiré hondo. En ese momento no quería estar en otro lugar.
El empedrado del pueblo y las callejas blancas y estrechas me transportaron en el tiempo inmediatamente. Con la imagen de la plaza de los naranjos me vino nítidamente la de un chico de pelo castaño y ojos verdosos que fue sin duda mi gran amor. Venía a verme desde Madrid. Me enviaba cartas, entonces aún eran cartas, en papel. Y qué bien escribía ya entonces.

Busqué la librería donde recordaba que trabajaba Sandra pero me equivoqué de calle. A la segunda, pensé, tomándomelo de forma lúdica. Y efectivamente, ahí estaba. Tras el tintineo de la puerta la vislumbré entre anaqueles repletos de ediciones raras, y esperé que me reconociese.
Sandra tenía la gracia del sur enumerando a las que allí vivían y concertando una cena para esa misma noche.
Acudimos cuatro a cenar, a un sitio que frecuentábamos en los veranos y que milagrosamente seguía abierto.
Lucía, la más conservadora, se casó con veinte años, para descubrir después de diez que su marido la engañaba con otra desde el primer día. Obviamente no se había casado con ella. Era el patrimonio de su padre con lo que se había casado. Era una mujer muy guapa, aunque estaba bastante agotada y no intentaba ocultarlo. Julia, sin embargo, estaba mejor que hacía diez años. Ella decía que era por la marihuana, pero todas sospechábamos que tenía que ver con un tipo de poligamia selectiva bien seleccionada. Todas menos Lucía que por lo visto podía tropezar diez veces en la misma piedra. También estaba Giovanna, la Veneciana Era Veneciana. Con eso se decía mucho. Y varias navidades habíamos ido con ella a Venecia. De aquello se podía decir aún más.
Se las veía como tristes, expectantes, así que empecé yo contando algo de mi vida. La escasez de ideas a partir de los treinta- no- le di un giro al planteamiento. Lo mucho que me gusta mi trabajo- eso les pareció bien, pude verlo en sus caras-ser escritora es un privilegio- lo es.
Conté sobre mi primer libro, y sobre los poemas. Después, sin más, dije:
Mi marido se ha ido. Estamos separados- remaché-antes de que empezasen a disparar preguntas. A veces pasa por casa, pero no me habla. Es como si hubiese un muro, una pared entre los dos. A veces viene. Sin avisar.
-Estamos separados, pero no podemos vivir el uno sin el otro, ¿Comprendéis?
Vi que estaban un poco desconcertadas, silenciosas, así que cambié de tema.
Que si el casco antiguo se veía precioso, cuidado y muy animado, que aquel era un pueblo en el que había turistas respetuosos y un ambiente cosmopolita agradable…
-Y qué decís del tema del fantasma-. Dijo Lucía con un tono extraño, avergonzándose casi al tiempo de haberlo pronunciado.
-Él ha podido superarlo, eso es algo- musitó Giovanna- Llevaban juntos toda la vida.
-No quiero imaginar por lo que pasó ella- a Sandra se le llenaron los ojos de lágrimas
El camarero se acercó para avisarnos de que estaban cerrando, La noche se nos había echado encima sin darnos cuenta.
Habíamos bebido mucho y llegué a casa cansada. Cuando empezaba a entrar en la nebulosa del sueño me invadió un recuerdo nítido. El llamador de la abuela Josefina. Me puse un jersey viejo y salí descalza por el largo pasillo manchado de haces de luna.
Abrí la puerta y al encender la luz me invadió el asco inevitable, una cucaracha de campo, anaranjada, enorme, agitando las antenas en mitad de las baldosas de terracota. Bien. Tenemos que convivir amiga, no puedo ni tocarte con una escoba de dos metros o me nacerá un grito desde el esófago hasta la boca de manera automática, literal. Voy a bordear la habitación como si no existieses.
Abrí y revolví entre papeles y varias servilletas. Ahí estaba. El llamador de la abuela. Una ola de nostalgia me llenó los ojos de lágrimas. Lo había encontrado.
Lo acaricié como se acaricia un hallazgo precioso, un tesoro de infancia. Presioné el botón y del pequeño artefacto brotó el sonido familiar y rítmico que tantos recuerdos me traía.

Querido Guillermo,
Fue en ese momento cuando te presentí a mi espalda. Supe que estabas allí antes de darme la vuelta, pero en esa ocasión no fue como otras veces.
Te acercaste a mí, pero no era a mí a quien mirabas, lo supe por tu determinación y cierta dosis de miedo en tus ojos.
Apartaste los objetos del armario y cogiste el llamador. Extrajiste las pilas del mismo y te lo llevaste tras comprobar que no podía producir ya ningún sonido.
Te seguí de cerca por el pasillo, intentando pisar donde tu pisabas, respirar el olor de tu piel.
Susurré tu nombre, y frenaste el paso, pero no te diste la vuelta así que me senté junto a ti en la cama y esperé, y esperé.
Fue entonces cuando vi el libro, tu libro, dedicado a mí, pero no a mí, a mi memoria. Y el recorte de periódico con la noticia.
Yo no recuerdo aquella noche, tengo esa suerte. La suerte de no recordar mi muerte. Pero te recuerdo a ti.
Cuando nací diluviaba, era primavera, por eso me llamaron Abril. El agua siempre ha estado presente en mi vida. En nuestra boda llovió tanto que pensamos que tendríamos que suspenderla. Era Junio y el agua a ratos se tornaba nieve. No podía haber sido de otra forma. No para nosotros. Así que era lógico que finalmente el mar me llevase en sus brazos. Qué otro final podía esperarme. Fluir es todo. No tengas miedo.
Pero como decía, he estado sentada a tu lado hasta el amanecer. Quiero despedirme de ti. Es hora de irme. La abuela Josefina me lo está diciendo desde el otro lado. Así que te he escrito esta carta que espero leas sin miedo, querido Guillermo. Voy a volver a tocar el llamador, ya sin pilas, sí, para que escuches mi música de hasta pronto. No es un adiós, no es una despedida. Solo quiero que sepas que nunca, nunca, estamos solos en el río de la vida.
Te quiero.
Abril.

Estefanía Muñiz @Manchasdecafe_ Enero 2019 Madrid

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La autora de este blog literario es Estefanía Muñiz, Abogado y escritora. Conoce más acerca de su trayectoria aquí.
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