
Durante un tiempo, al comienzo de mi vida laboral firmaba los correos a mis clientes del despacho como Adoración Sardina. No era yo, era mi secretaria inexistente y que pensaba iba a dar más empaque al negocio.
Adoración Sardina al principio me resultaba extraña, no obstante, con el paso del tiempo, los clientes se empezaron a extender un poco más en las misivas, eran más atentos, e incluso se interesaban por la vida de Adoración, motivo por el cual ella iba desvelando sus idas y venidas, la diabetes de su madre, los detalles de su marido holandés y las clases de bachata que siempre terminaban en copas hasta las tantas.
La verdad es que su vida comenzó a parecerme mucho más interesante que la mía.
El caso es que un día empecé a compartir secretaria y ya no tuve necesidad de trabajar con Adoración. Me dio una pena tremenda, pero nos perdimos de vista hasta hace muy poco que encontré su nombre en la sección de esquelas de un periódico. Tuve que ponerme las gafas para verificar que lo que leía era exacto. Salí a la calle, puesto que estaba desayunando en una cafetería, no sin antes cortar la página cuidadosamente. Sardina había envejecido a más velocidad que yo, pude comprobarlo ya que la edad de fallecimiento era 80 años y eso dista bastante de ser coherente con los años que habían pasado y los que tenía cuando trabajábamos juntas. Los demás datos se correspondían perfectamente. El tiempo siempre fue un tema recurrente en las cartas de Adoración, ahora lo comprendo, ya que vivía en una dimensión paralela.
Esa misma noche se lo conté a mi socia, que conocía de su existencia, e igual de perpleja que yo ante esta confusión de realidades, brindamos a su salud. Antes de acostarme escribí a algunos clientes para transmitirles la triste noticia. Todos recordaban a la difunta, de hecho, la mayoría era a ella a quien recordaba, no a mí.
Estefanía Muñiz