
CÁPSULAS
Desde hace tiempo sufro un sueño recurrente que ha sido descrito por algunos médicos como un terror nocturno. Quedo suspendida entre el sueño y la vigilia sin posibilidad de despertar, sintiéndome encerrada en un espacio de negrura absoluta en el que no percibo los límites, mis gritos se pierden en la nada y me ahogo sin remisión.
La claustrofobia o pánico a los espacios cerrados me ha acompañado desde la infancia. Teníamos unos vecinos a los que frecuentábamos debido a la amistad de mis padres con los suyos. Eran varios hermanos y uno de ellos, llamémosle M, adquirió la costumbre de meterme en un arcón cuya tapa chapaba a cal y canto y me abandonaba allí hasta que cambiaba de opinión. M era un niño malo, que cuando se enfadaba rompía los juguetes de los otros, nunca los suyos, ni siquiera presa de la rabia. Era un niño frío y cruel que con los años empeoró hasta llegar a ser un adulto sin escrúpulos. Hace poco supe que había sido procesado y que cumple prisión por delitos económicos graves, un destino que siempre intuí que le daría caza.
La cuestión es que a día de hoy la libertad me parece siempre ancha y abierta, como un campo inmenso, una playa, o la cumbre de cualquier montaña desde la que se pueda ver el mundo con perspectiva. No soporto la idea de ser encerrada en un arcón físico ni ideológico. Menos aún con el agravante de que terceras personas se lucren con ello.
Incluso el deseo de morir, cuando me toque, mirando al cielo y no hacinada en un hospital, se lo he reiterado a mis seres queridos hasta hacerme pesada.
Por eso cuando ayer hablamos de los nuevos hoteles cápsula que están llegando a España como concepto importado de Japón, me inavadió una angustia indecible.
Tubos y cajas, parecidos a los artefactos en los que se realizan los TAC y donde los clientes se introducen (no creo que entrar sea el verbo adecuado) vestidos con una bata, o con lo puesto, pero sin más equipaje, me parecieron nichos para vivos.
La sola visión de estos panales me traslada a mis peores pesadillas. Algunos de ellos se sirven de puertas transparentes lo que les asemeja a bombos de lavadora. Otros, los peores, cierran a cal y canto con tarjetas, como los hoteles convencionales.
Inmediatamente visualicé el caso de que la tarjeta fallase. La imaginación fue por delante de la conversación y en un instante recorrieron mi mente las imágenes de alguien encerrado, sin teléfono, en una cápsula entre mil, esperando a ser extraído a tiempo del cubículo.
El afán de maximizar beneficio de algunos empresarios puede reducirnos a ratones de laboratorio, a larvas, a granjas humanas.
Si ese es el nuevo concepto de viajar minimizando costes, yo prefiero ir a un pueblo o vivir en una pequeña ciudad de provincias con espacio de sobra, comer una ensaladas de la huerta y de cuando en cuando dormir al raso, contando estrellas.
Estefanía Muñiz
5 de Agosto 2019 Cádiz.