
DESCONOCIDOS
Me casé con un desconocido, fue la última frase que dijo antes de irse. Y me quedé en la cafetería sorbiendo el café y pensando en cómo podemos aspirar a conocer a alguien cuando somos tan desconocidos para nosotros mismos.
Decía Ortega en sus “Estudios sobre el amor” que es en la elección de la persona amada es en lo que nos mostramos de forma más transparente. Yo más bien diría que “quien creemos que es” el amado, es el motivo por el que nos revelamos ante la mirada de los demás.
Es tan imposible saber quien es la persona de la que nos enamoramos cómo predecir de qué manera evolucionaremos nosotros en el tiempo o se nos hará patente algo que llevábamos escondido en algún lugar de nuestro subconsciente.
Hasta dónde es capaz de llegar otro ser humano cuando ve amenazada su identidad, es algo a lo que sólo podemos tomar el pulso sobre la marcha e ir haciendo cábalas.
Quizá la mejor predicción se pueda basar en lo que esa persona ya ha hecho en el pasado, y si no, basta recordar a Rebeca, la abogada asesinada por su cliente al que había defendido del asesinato de su esposa, momento en que se enamoró de él, a sabiendas de todo.
La lógica nos indica que cambiar es cosa de espíritus elevados, con capacidad de autoanálisis, autocrítica y una fuerza de voluntad férrea. De lo contrario, lo normal es seguir una inercia que según dicen algunos psicólogos comienza a los siete años, cuando se termina de gestar la personalidad.
Lo cierto es que no es la primera vez que escucho acerca de esa sensación de “desconocer” a alguien con quien se lleva años conviviendo, o, al contrario, la emoción que nos puede embargar al cruzarnos, aunque sea unos instantes, con un alma que sentimos conocer de vidas anteriores.
Esta idea me parece peligrosa, aún sosteniendo mi teoría de que todos tenemos el trabajo de conocernos a nosotros mismos y de lo difícil (y arriesgado) que es caminar sobre terreno ajeno con total seguridad.
Me parece que es una mezcla caótica entre amor y deseo, que, aunque se tocan, pueden ser también caminos perfectamente separados.
Muchas obras de ficción han tratado el asunto del amor con alguien que entra de golpe y arrasa con todo. Algunas como “El túnel” de Ernesto Sábato, describen en primera persona como los celos patológicos del protagonista, obsesionado con una mujer que ve por vez primera en una galería de arte, van creciendo, pero nunca anuncian externamente cuál será el desenlace fatal.
Es el libro un viaje a través de una oscuridad que crece por dentro del protagonista, expresada en un monólogo interno que se fija en detalles, en pensamientos destructivos de una complejidad tremenda.
Otro ejemplo de monólogo interior al que es ajena la otra parte lo tenemos en la película “La edad de la inocencia” en la que el protagonista no sólo se casa con la mujer de la que no está enamorado, sino que permanece a su lado porque su verdadero amor se niega a romper ese matrimonio.
La esposa del protagonista, ajena a lo que realmente sucede, se muestra como una mujer que intuye, pero prefiere no ahondar, que siente el frío, pero decide apostar por el silencio antes que perder a su marido.
En los casos más patológicos nos encontramos con esas personas que lleva una doble vida perfectamente estructurada, cuestión que ha sido abordada por la literatura y por el cine, bien en clave de humor o de drama, pero con la certeza de que es algo que tristemente sucede.
Esa fase de “cortejo” en la que todos tratamos de mostrar nuestra mejor cara, se alarga indefinidamente, hasta que el impostor ve amenazada su tramoya y es cuando surge esa sensación de “era un desconocido, era una desconocida”
Es peor cuando ese “desconocido” no solo mentía al otro, sino que se engañaba a sí mismo, siendo esta la peor forma de mentira, la más destructiva y la que acarrea una mayor dosis de sentimiento de culpa a medio plazo.
Personalmente creo que es imposible conocer a otro ser humano hasta el último rincón de su corazón, y, de hecho, pienso que es lo mejor. Hay en el amor un misterio que debe permanecer, fruto del respeto y del espacio preciso para que cada uno se enriquezca y pueda luego compartir.
Dijo un escritor, no recuerdo ahora quien, que solo se ama lo que no se posee del todo. Yo iría más allá, diciendo que sólo se ama lo que no se desea poseer. Lo que se deja en libertad. Es el amor más un dar, un querer la felicidad del otro, que un tomar, poseer, agotar.
Patologías y sociopatías aparte, el amor suele traer rutina y un desgaste de la sensación de euforia, pero con el tiempo el otro se vuelve un desconocido/conocido, al que se ama tal cual es, con sus defectos y sus secretos.
En ese sentido una de mis obras preferidas, aún lacrimógena y bastante comercial es “Los puentes de Madison” En ella la protagonista tiene un momento de iluminación, un “darse cuenta, en el que entiende que su amor pasional por el fotógrafo que acaba de llegar al pueblo, se volverá irremisiblemente un amor tranquilo como el que comparte con su marido, y que el abandonarlo todo en ese instante, sólo acarrearía dolor y arrepentimiento.
Es entonces cuando la película nos hace pensar en todas las vidas posibles. En la limitación que supone una vida para cada ser humano. En la toma de decisiones y en la valentía que esto conlleva, con las infinitas variables que se nos ofrecen y el conocimiento de uno mismo. Es una tarea para lo que no nos preparan en la escuela, esa que Fernando Savater llamaría “El valor de elegir”.
Estefanía Muñiz Villa